Ella
era perfecta. Se movía con gracia y sutileza cual bella mariposa. Era liviana
como una pluma y delicada como la seda. Su piel era morena. Una bella trigueña
de ojos verdosos con tintes color miel. La firmeza de su mirada era imposible
de sostener. Lograba penetrar en las mentes con la facilidad de un ilusionista.
Su cabellera era larga, muy larga, casi infinita. Los bucles castaños le caían
juguetonamente sobre sus mejillas siempre ruborizadas. Y su cuerpo, una
escultura.
Él
era simplemente inmejorable. Con sus cabellos alborotados y su barba desprolija, derretía los corazones
de todas las muchachas. Alto, fornido, y de sonrisa en el rostro, se movía
decidido a conquistar su objetivo. Sus manos grandes, se deslizaban por su
cintura con la certeza que solo brinda la experiencia. Hablando de política, de
moral, de libertad, endulzaba los oídos desprevenidos y los llenaba de
esperanza. Acercándose suavemente a ella, le susurró algo en el oído y ella
sonrió.
Te
sorprendiste a ti misma mirándolos de lejos y tuviste que recordarte que no
eras ella. Eras tú, simplemente tú. Torpe, poco agraciada, tímida. En fin, tú.
Te odiaste. Te aborreciste. ¡Estúpida! No podía ser, tus ojos debían de estar
engañándote.
Entonces
preferiste vivir en la fantasía. Volviste a mirar y allí estaba él, mirándote
fijamente, sosteniéndote por la cintura, susurrándote “te quiero”.
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